Manuel Mejía Vallejo

mmv

Manuel Mejía Vallejo: escritor antioqueño con espíritu universal.
En él todo se conjuga: el amor y el odio, la realidad y la ficción, la música y la pintura, la memoria y el olvido.
Su vida y su obra fueron aventura, goce, incertidumbre, y no pocas contradicciones.
Aunque trasegó muchos caminos, solo le fue fiel a uno, al de la literatura.
Gozador de la vida, de las palabras y de la imaginación.
Nada le fue ajeno: la parroquia y el universo, la vida y la muerte.

Augusto Escobar Mesa
(2012)

INTRODUCCIÓN

En lo más alto de la cordillera que corresponde a Balandú hay un páramo de vegetación escasa y extraña. Enormes piedras soltadas por una explosión –que destruyó el mismo volcán que la produjo- ayudan a esta imagen de abrupta soledad y apretado abandono.  Las plantas crecen hechas al viento frío y a la sequedad: su aire conciso, su viento de cristal, su hielo seco, han propiciado aquella persistencia heroica de la vida en un medio negado al crecimiento.

Según recordaba, en aquellos sitios se había detenido el tiempo: un tiempo lleno de paciencia, dislocado en remolinos que fatigaban la niebla. El páramo era el eco de un estado de alma, todo se concentraba para la necesidad del regreso, para otra fuga de la fuga, cuando también es regreso la recuperación del sueño o de la pesadilla. La soledad era una protesta desgarrada por inútil, latente en la búsqueda de más fuertes raíces, donde la sangre circula en la vanidad del mito.

El pueblo también dejaba la impresión de un cansancio en madera y piedra, un arrepentimiento del esfuerzo inconcluso; o de tocar el límite como si a sus fundadores les hubiera agarrado temor de llegar al páramo y a su leyenda, como si hubieran descendido tras una aventura sin relato posible.

Aires de encierro, complicidad en la angustia, historias sombrías, uniones sobresaltadas en el remordimiento. Las frases mostraban esa reserva que el frío y el temor graban en rostros y maneras.  Todo era insinuación forzada, con la bruma cubridora del páramo: hasta las imágenes conservaban algo de aparecido en la noche lenta: un puma que no podía morir, plantas ambulantes, aves de un pico en cada punta de su ala colectiva, nubáceos descendidos de las nubes más espesas, núa-núas y bisabisanes.

Aunque todavía no apuntaban otras posibilidades, se comprendía demasiado tarde que animales y plantas hablan como en los cuentos.  Sin embargo, jamás extraño la existencia de voces sin boca, de almas sin cuerpo, de gestos detenidos en una antesala de muerte.  Eran amigos el aullar de otros vientos y la queja de otras angustias detrás de las neblinas fieles.  Se sabía de animales desdoblados entre cielo y tierra; se sabía de un río fantasma, donde chapoteaban peces de otros siglos y golpeaban aguas huídas definitivamente.  Y de resumideros que se opacaban en una borrosa conciencia de acercarse al dolor.

Nadie anduvo sus breñas sin verse poseído, nadie acá del páramo conoció regresos.  Y nadie habitó el caserón de las dos palmas sin meterse en la noche más honda de la vigilia.

Estas son las primeras historias de Balandú, pueblo en vía de sueño. El vuelo solitario de una hoja, el canto olvidado de un pájaro que olvidó cantar, un hilo de agua blanca entre los musgos… y otros fantasmas vigilantes cuando la mirada, sola, mira sus propias desolaciones en el viento que llega de la infancia.

Mejía Vallejo, Manuel. (1975). “Introducción”. Las noches de la Vigilia. Bogotá: Colcultura. Instituto Colombiano de Cultura (pp. 1-2).